La Novena Sinfonía en Re menor, Op. 125 de Ludwig van Beethoven determina un profundo cambio en la historia del género sinfónico. Es la revolución más atrevida de la forma clásica: un torbellino de ideas y un florecer de desarrollos en la más imprevista de las variedades de ritmos que al fluir adquieren un enorme poder formativo, sustentado por tejidos polifónicos en donde vibran ardientes la circulación de la corriente armónica y fantasías emotivas de aguda penetración de canto, que es llevado hasta el límite de las posibilidades físicas. Aun conservando los cuatro tiempos tradicionales (allegro, adagio, scherzo y finale) significa un abismo de profundidad y una tensión de voluntad expresiva que la distinguen de las precedentes obras concebidas dentro los mismos patronos formales. Existe un antecedente de estas intenciones en su Sonata para piano, Op. 106 “Hammerklavier” con su sobrecogedor Adagio y su impactante monumental fuga.

Beethoven estuvo durante largo tiempo pensando en componer una obra sobre la Oda a la Alegría de Schiller que leyó en 1793. El año 1816 se decidió por una obertura, pero cambió el proyecto por una composición de mayor envergadura, cuyos primeros bocetos son de 1822, que llegaron a desarrollarse en la que sería su Novena Sinfonía «Coral» a principios de 1824. Consiguió en esta obra combinar las voces con la orquesta, una gran audacia para la época, modelo que ya había experimentado en su Fantasía Coral para piano, coro y orquesta, Op. 80 como ensayo preliminar.

El compositor fija la tonalidad de Re menor desde el primer tema, dando lugar a su desarrollo en el que hay que destacar cómo la alternancia de los cambios armónicos expresa variados estados emocionales, que llevan a una extensa coda en la que destaca su cromático sonido de un marcado carácter serio. El Scherzo surge favorecido por la intensidad del timbal, para llegar a un melódico trío central. Es en el Adagio molto e cantabile donde aparecen las primeras emociones a través de una cantinela de contemplativo sentido poético. Después de la transición de la orquesta a las voces, aparece el Presto final en el que la cuerda grave asume el protagonismo, surgiendo un tema definido después de varios intentos, compuesto como si de una aclamación se tratara. El proceso se repite con el solo del barítono, una adecuada introducción vocal de la Oda, incorporándose gradualmente el coro y los solistas. Después de la descriptiva marcha turca y un intenso pasaje contrapuntístico surge una reafirmación de la idea principal seguida de un gran episodio lento que termina abruptamente para dar paso a la combinación del Canto a la Alegría y el Himno a la Fraternidad para desintegrarse seguidamente, surgiendo frases fragmentadas que expresan sentimiento de temor ante el Supremo Hacedor. Por último la coda proclama el ideal de que todos los hombres son hermanos en un final épico de gigantesco efecto musical.

Dedicada al rey Federico Guillermo III de Prusia, su estreno tuvo lugar en el Kärntnertortheater de Viena el 7 de mayo de 1824 con el coro y orquesta del teatro bajo la dirección de Michael Umlauf, asistido por Ignaz Schuppanzigh y el propio Beethoven que, pese a su sordera, pasaba las páginas de pie. Las contradictorias opiniones que suscitó esta obra se esfumaron ante el juicio de Wagner después de oírla por vez primera: «La última sinfonía de Beethoven redime la música por su virtud más íntima, y la lleva hacia el arte universal del futuro. Después de la Novena no es posible progreso alguno, puesto que sólo la puede seguir directamente la consumada obra de arte del porvenir, es decir, el drama universal cuya clave artística nos la ha dado Beethoven».