El piano es el auténtico protagonista de este recital que inicia su periplo histórico sobre los retazos ejemplarizantes que se proponen. Un viaje sonoro que, sin lugar a duda, nos permitirá contrastar las distintas ópticas ante este instrumento musical en su imponente versatilidad. En primer lugar, será el magisterio de Johann Sebastian Bach (1685 – 1750) el encargado de la apertura de este concierto, en donde la tercera de sus denominadas Suites francesas, etiqueta fabricada a posteriori de una tentativa organizadora de sus biógrafos, será la que alumbrará sus últimos tiempos en Köthen. Concebida en seis movimientos, la Suite n. º 3 en si menor, BWV 814 comienza con la característica Allemande de tiempo cuaternario, presentada en un tiempo anacrúsico donde la presencia de la alternancia de manos es constante. Con la Courante en tiempo binario de subdivisión ternaria, será el regente el diseño de seis notas, para luego conducirnos a la Sarabanda de expresión contenida bajo la tonalidad de si menor. En el caso de la Anglaise la viveza melódica está servida ante una arquitectura contrapuntística bien definida, dando el turno al sencillo y acogedor Minuet junto a su Trío. La Gigue en ternario exhibe el inconfundible sello de su autor, donde los elementos fugados son constantes, acotando un mecanismo de amplia belleza.
La batalla personal contra el destino fue impresionante en sus últimos años de vida para Ludwig van Beethoven (1770 – 1827), máxime cuando veía como su salud se agravaba en paralelo a su situación económica. Es por lo que en los comienzos de los años veinte de la centuria decimonónica la composición se tornó en una necesidad acuciante de obtener ingresos —la batalla legal para obtener la custodia de su sobrino planeaba constantemente—, pero también como una reveladora respuesta a su impresionante expresividad contenida y que debía legar al mundo. En esta dirección, será su Sonata para piano n.º 32 en do menor, op. 111, la que cerrará el ciclo monográfico para piano. Un instrumento musical vital en su producción pero con el cual, al parecer, llegó a enemistarse, tal vez ante esas premisas antes expuestas. Presentada en dos movimientos, aunque históricamente hubo alusiones a una posibilidad de un tercero, debemos encontrar sus apuntes anteriores en el pasado, ya que, si bien fue terminada en 1822, existen bocetos de casi veinte años atrás. Sobre este particular, comienza el Maestoso, en su característico ritmo, como una secuencia fuertemente reflexiva, en el claro espejo de la madurez del compositor, en donde se constata, además, algunas huellas mozartianas. Sin duda, un primer paso, indicada finalmente por la incertidumbre de las semicorcheas de la mano izquierda, hacia el Allegro con brio ed appassionato, donde los elementos fugados serán la clave. Con este, da la sensación como si quisiese hacer una exaltación a tiempos pretéritos, para aplicar su personal huella, en una incansable exploración del piano de tono inconformista, dejando un final deslumbrante por su contraposición a las intensidades exaltadas y que sirve de preludio al siguiente movimiento. Y es que con la Arietta. Adagio molto, semplice e cantabile se nos plantea una estructuración bajo el amparo de un tema junto a sus seis variaciones. Por ello, con la extraordinaria gestión de una idea proclive a lo cantabile, como si describiese una pieza coral, aterrizará tanto en la primera variación donde se promoverá la rítmica sincopada, preservando la atmósfera suscitada, como en las increíbles peculiaridades igualmente del ritmo de la segunda donde, de forma visionaria, nos transporta al futuro de los recursos jazzísticos. Ya en la tercera el necesario rupturismo está servido junto a la amplitud de los arpegios glosados para derivar en una cuarta de hondo sentir dramático y en una quinta más proclive al reequilibrio sobre lo ya degustado. En último término, la sexta variación nos devuelve al paisaje inicial legándonos una notable paz interior.
Una aproximación a la peculiar figura del compositor moscovita Aleksandr Skriabin (1872 – 1915) pasaría por escribir en mucho más espacio que estas abreviadas notas pueden contener. Habilidoso con su sinestesia, en donde se sentía capacitado para oír colores, sus incursiones en la filosofía de manos de Platón, Aristóteles y Nietzsche, para posteriormente encaminarse por la senda de la teosofía en los planteamientos de Delville, y su estudio personal sobre Blavatsky, no le dejaron indiferente ni a él ni a su producción musical. Sobre este particular, su Fantasía en si menor, op. 28 de 1900, viene a dibujar una pieza de entre siglos, captadora de la herencia romántica de Liszt y Chopin, como preludio a la madurez y al halo místico contenedor en otras creaciones posteriores. El moderato en ternario se vislumbra como una tenue luz que repentinamente se vuelve rupturista en intensidad y vigor, para crear una construcción en forma sonata de soberbia dificultad en exuberante riqueza armónica, plena en un desarrollo de amplio espectro y grandiosidad, en donde su reexposición destila majestuosidad a la par que un verdadero torbellino que nos envuelve hasta el imponente final de, inclusive, reminiscencias wagnerianas. Un conjunto, en definitiva, que requiere un trabajo muy concienzudo ante el piano, debido a las recurrentes densidades en las texturas ideadas.
Al comienzo de los años cincuenta de la pasada centuria, Joaquín Rodrigo (1901 – 1999) inició su ascensión en su carrera profesional. Atrás quedaron las penurias en lo personal y en lo profesional de una época dura, donde el estreno del Concierto de Aranjuez 1940 marcaría el hito del cambio. Por ello, con las Cuatro estampas andaluzas, fraguadas entre 1946 y 1952, nos adentramos en un autor que había sido galardonado con el Premio Nacional de Composición de 1943 junto al primer premio en el concurso de 1948 que conmemoró el nacimiento de Cervantes, donde se aventura a recrear su propio imaginario musical sobre las tierras del sur, huyendo de las recurrentes ideas vertidas por otros autores. Es por lo que con El vendedor de chanquetes de 1950, la fugacidad sonora inicial de la sucesión de notas que se describen, en claro contraste con una melodía de tintes de añoranza en la memoria, donde además retumban esos acordes, ora discretos ora llamativos, que se intercalan con la pura esencia poética de armonías y escalas propias de la tierra andaluza, es, en definitiva, una pintura claramente descriptivista de una escena tan vinculada a nuestra Málaga y de esos famosos pequeños peces tan alabados. Por ello, y tras la viveza de la anterior pieza, la visión romántica se apodera de nuestros sentidos ante el Crepúsculo sobre el Guadalquivir, concebida entre 1946 y 1952, donde, tras un ambiente apacible y tranquilo, fluye un resurgir luminoso junto un espléndido cántico protagonista en las teclas agudas del teclado y que contagia bellamente a todo el resto, marcando el impecable final. Las Seguidillas del diablo de 1951 vienen determinada por lo vertiginoso de su rítmica, bajo el amparo del característico baile, pero en la compañía ambivalente tanto de un llamativo jugueteo melódico como de una situación evocadora y reflexiva, en la incesante utilización del elemento repetitivo en conjunción narrativa del claro cantabile discursivo. Responde además al encargo del bailarín barcelonés José de Udaeta, en donde la retrospectiva a esta fantasía diabólica es evidente, tal como la acometieron otras figuras del pasado de la composición musical. Finalmente, con Barquitos de Cádiz de 1951, en dedicatoria a la pianista inglesa Harriet Cohen, viene a reforzar la idea del mar calmo donde irrumpe la tormenta, y donde el polo gaditano no podía faltar.
Todavía se habla del silencio calculado que mantuvo Ígor Stravinski mientras observaba la escena en la que el mítico Sergei Diághilev, el todopoderoso empresario vinculado a los Ballets rusos, le daba la negativa respuesta al compositor Maurice Ravel (1875 – 1937) ante su encargo acordado con anterioridad. «Ravel, esto es una obra maestra, pero no es un ballet; es la pintura de un ballet», le espetó el fundador de la compañía de bailarines, generando la ruptura de relaciones entre ambos —recordemos que Dafnis y Cloe supuso el inicio de la misma, incluyendo el turbulento estreno en Londres—, y un mar de frialdad entre ambos compositores musicales —atrás quedó el tiempo en el que el francés apoyó notablemente al creador de La consagración de la Primavera—. Pese a todo, esta partitura dedicada a la pianista Misia Sert, y que finalmente se llevaría a escena en la producción de los ballets de Ida Rubinstein en 1928, previo estreno en Amberes en 1926, incluyendo las coreografías posteriores de Balanchine de 1951 y de Ashton de 1958, también derivó tanto en la reducción para piano a cuatro manos (la cual se presentó originariamente al productor ruso en 1920 junto a la pianista Marcelle Meyer) como en la creada para piano solo, y que escuchamos como cierre de este recital. Y es que este poema coreográfico para orquesta, en sus facetas comentadas, supuso un claro homenaje a la forma musical del vals, con aquella pieza denominada Viena que tendría en mente sobre 1906, y la figura de Johann Strauss hijo como homenaje. Si bien ya tuvo una primera incursión en tal género con su Valses nobles y sentimentales de 1911, finalmente ganó la partida la reelaboración de esta y su derivación en La Valse. Desterrando cualquier pensamiento descriptor de la situación bélica de la Europa de aquella época, como numerosos autores y compositores han querido ver en la obra, y siendo este extremo afirmado por el propio creador, Ravel insiste en el propio dibujo que esboza en el prefacio de la partitura: «A través de las nubes arremolinadas se distinguen vagamente las parejas que bailan el vals. Las nubes se disipan poco a poco: en la letra A se ve una inmensa sala poblada de una multitud que gira. La escena se va iluminando poco a poco. La luz de las lámparas de araña irrumpe en el fortísimo de la letra B. Ambientada en una corte imperial, hacia 1855». Por ello, ese ambiente brumoso apreciable desde la inicial mano izquierda ante el piano va conformando una conjunción de ecos desdibujados y que progresivamente se van definiendo como si nos acercásemos con mayor detalle a una escena central de baile, donde es palpable la propia idea de su mentalidad creadora con la amplitud que se exhibe desde la mediación de la pieza, totalmente deslumbrante por su dificultad técnica, y por su poder de atracción ante un final excepcional.
© Fernando M. Anaya-Gámez
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