Cierto halo melancólico planea en la propuesta musical que abre este ciclo, como si los pensamientos de Robert Burton (1577 – 1640) y el arte sonoro de John Dowland (1563 – 1626) hubiesen contagiado al autor que protagonizará la mayor parte de este recital, en claras remembranzas a las teorías hipocráticas sobre los humores. Y aunque en estos momentos no hay conclusiones al respecto, Melancolía I del artista alemán Alberto Durero se presta a conjugarse con algunas de las canciones que escucharemos. Pero, tal vez, un cambio de perspectiva puede potenciar el efecto tan necesariamente reflexivo para apostar por lo contrario, donde, a todas luces, esta aproximación al barroco español se hace ampliamente necesaria.
Trazó en su momento el difunto profesor, el doctor Gerardo Arriaga (1957 – 2023), uno de los grandes conocedores de los pocos retazos biográficos descubiertos hasta el momento de José Marín (ca. 1619 – 1699), que, pese a su muy posible turbulenta vida en torno a finales de los años cincuenta del siglo XVII, pudo alcanzar la edad de ochenta años, según rezaba la Gaceta de Madrid el 17 de marzo del referido año, quedando erigido ante la historia en su ambivalente faceta tanto de cantor tenor de la Real Capilla (1644 – 1649), bajo el mandato del rey Felipe IV, y como de compositor de las creaciones vinculadas principalmente a su atribuido Libro de tonos, actualmente depositado en el Fitzwilliam Museum de Cambridge. Piezas estas por el momento provenientes además de otras diversas fuentes y que, siguiendo a Arriaga, se resumen en una gran mayoría con temática profana, de configuración solista o de cámara, junto a un texto castellano en el que se sustentan, y sin apenas vinculaciones con la música escénica.
Así con todo, comenzamos con ¡Qué bien canta un ruiseñor…!, el primer tono humano o composición entonada no religiosa, donde el primer verso da título a esta tipología enmarcada en lo que sería un romance con estribillo al término de las cinco cuartetas que lo componen, siendo la primera como reza (respetando la ortografía original): «¡Qué vien canta un ruyseñor / desde aquel verde laurel! / No debe de tener çelos, / pues puede cantar tam bien». Con todo, ciertos aires de nostalgia, que en cierto modo se presienten en el pasacalle o momento instrumental solístico de la guitarra, planean estos en su contorno melódico, siendo determinante la ambivalente métrica de la última agrupación de versos referida y que se trasluce en la clara supremacía del texto, dejando en nuestras mentes esa cavilación sobre el «Ruyseñor, que a la aurora / contento te ves: / canta favores / al amanecer, / antes que te anochezca / llorando un desdén, / que quien no quiere vien, / ni save qué es pesar / ni qué es plazer».
Hay una clara distinción de intencionalidades entre el estribillo, que da comienzo al subsiguiente tono ubicado en el género de las letrillas y que se irá intercalando con las dos estrofas planteadas. Por ello, «Ojos, pues me desdeñáis, / no me miréis, / pues no quiero que logréis / el ver cómo me matáis», donde la aflicción es palpable, se torna en tintes de fortaleza fingida para el resto de lo expresado, dando resultado a esta tan interpretada composición magistral. En similares circunstancias, otra muy conocida letrilla, en su tierna oscilación rítmica en hemiolia, se abre paso con valentía para enunciar ese «Sepan todos que muero / de un desdén que quiero», donde reaparecerá con lógica el ternario y las consabidas intervenciones de la flamante guitarra.
El compositor y músico calandino Francisco Bartolomé Sanz Celma, más conocido como Gaspar Sanz (1640 – 1710) viene a efectuar los oportunos interludios musicales que complementan esta sesión, dando sentido y amplitud al contexto donde se desenvolvió Marín. Es por lo que las Jácaras de su magna obra Instrucción de música sobre la guitarra española, en su primer tratado y en dedicatoria a D. Juan José de Austria (1629 – 1679), hijo extramatrimonial de Felipe IV, no solo encarna un ejemplo de las muchas tonadas y aires bailables característicos de la época sino que se erige directamente en el asentamiento de los procedimientos técnicos de la guitarra barroca y sus derivaciones posteriores; e inmediatamente nos ofrece una familiaridad sonora que nos atrapa.
Comentó Arriaga que con Hizo paces con Anarda, quedando configurada en su catálogo como la obra número treinta y uno del libro de Marín, volvemos a la categoría de los romances con estribillo, muy probablemente al final de las cinco estrofas. Si bien nos habla de la diversidad de fuentes encontradas —localizó cuatro—, y que pueden promover distintas interpretaciones sobre la misma, resalta ese bordón literario en tríada de versos octosílabos, siendo los impares de rima en asonante, y que se glosa de esta guisa: «Hizo paces con Anarda, / aunque ofendido, Pascual, / que no es amor el amor / que no save perdonar». En igual disposición, el romance Aquella sierra nevada, también plantea el estribillo de siete versos al final de las seis estrofas, evidenciando el uso preclaro de los recursos retóricos en su melodía, especialmente en sus alusiones mortuorias: «Fatigada esperança, / remedio mortal: / ¿qué me quieres ya? / Déjame morir / sin esperar, / pues en nada ay firmeça / si no es en mi mal». Sin bien se suele adjudicar la autoría del texto al poeta, dramaturgo, capellán y comisario de la Inquisición, Manuel de Léon Marchante (1631 – 1680), no hay claridad al respecto, dejando con natural primacía el conjunto versificado que comienza así: «Aquella sierra nevada / que densa nube parece, / con el rigor del estío / en pardo escollo se buelbe». Posteriormente, los versos heptasílabos de la estrofa «De amores y de ausençias / se queja un desdichado, / con palabras de fuego, / con suspiros de llanto» darán paso a este terceto de piezas que finalmente se enmarcan en similar género. También con la posibilidad de incorporar el estribillo al término de las cinco o seis estrofas —esta última fue recopilada por Arriaga de una de las cuatro versiones—, la obra se caracteriza por su narrativa ágil donde los tres versos en repetición, en métrica de seguidilla, refieren: «Amor, en estremos tales, / no quiero tus plaçeres / por tus pesares».
Reaparece Sanz junto a las Marionas del segundo libro de su referida obra, en clara estructura alusiva a las propias canciones que venimos degustando, donde hay una melodía recurrente junto a los distintos y variados discursos.
Un nuevo romance con estribillo a su conclusión se perfila como el encargado de arribar la siguiente tríada de composiciones. Es por lo que tras «Montes del Tajo, escuchad, / que buelbo a cantar mis penas; / lisonjas son de las aguas / y suspensión de las selbas», desembocan cuatro estrofas, bajo el calmo recorrido melódico de tiempo binario, entroncándose con el pesimismo final: «¿Quándo veré el remedio de mis penas, / si donde acaba un mal otro comiença?». De otro lado, y en las directrices contrastantes de tiempo binario para las cuatro coplas, y de ternario con hemiolias para el estribillo de ocho versos hexasílabos, comienza el tono con su «Canta, jilguerillo, / tiernas suavidades, / antes que tu dicha / buele por el ayre, / y en tristes açentos / trueques tus pesares, / y tus dulces ecos / lleguen a desayres» de este peculiar romance de bellas agilidades vocales y que admite la variopinta disposición interpretativa del texto consignado. Como subraya Arriaga, el romance Corazón que en prisión es uno de los más complejos estructuralmente —sus seis versiones recuperadas lo atestiguan—, encontrándonos con un estribillo incrustado en la mayoría de las coplas y que viene a remarcar conscientemente cuatro palabras: «suspira, descansa, alienta, respira». Asimismo, y bajo la égida de una narrativa bien asentada melódicamente con el reposo en dichos vocablos, se articula en gran longitud de nueve coplas, proponiéndose la primera a modo de ejemplo: «Coraçón que en prisión de respetos / cautivo te miras: / ya que el laço de tanta cadena / te oprime y fatiga, / suspira, descansa, / alienta, respira». Ciertamente, la letra tiene su autoría en el dramaturgo y poeta Agustín de Salazar y Torres (1636 – 1675); aunque es destacable el contrafactum (cambio del texto sobre la misma melodía) a lo divino (sacro) realizado por el maestro de capilla y compositor Miguel Gómez Camargo (1618 – 1690) y que localizó Arriaga, entre otros muchos posteriores.
En el retorno al primer tratado de la reseñada obra de Sanz, estos conocidos «Canarios», pieza que inevitablemente nos evoca al maestro Rodrigo y su Fantasía para un gentilhombre, profundizan en la técnica del punteo y del rasgueo que tan querido es por el auditorio, refrendando así los aportes técnicos antes referidos.
La singularidad de ¡Qué dulcemente suena!, en la dualidad de tonos que cierran este concierto, se exhibe por ser un romance sin estribillo conformado por seis coplas en endecha real, resultando con mayor brevedad que el resto, donde los pasacalles comulgan a la perfección con el equilibrio formal deseado, desarrollándose, como muestra, desde la primera: «¡Qué dulçemente suena / entre estos verdes sauces, / animada tiorba, / un ruyseñor, emvidia de las aves!». Finalmente, y junto al último, el texto invoca así estos versos heptasílabos en sus coplas: «Amante, ausente y triste, / Fili, de ti me quejo, / que este pequeño alibio / me permitió el tormento. [Estribillo] Que vivir amante / de tus despreçios / es infamar la fuerza / de mis tormentos». Un fragmento de este romance con estribillo, en libertad de disposición, con una melodía de cariz ensoñador y que, en definitiva y aunque a veces se ha atribuido a Juan Hidalgo (1614 – 1685), cobra sentido en la mano creadora de nuestro compositor protagonista.
© Fernando M. Anaya-Gámez
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