La historia del Barroco musical europeo tiene en la figura de Marc-Antoine Charpentier (París, 1643 – íd. 1704) una particular síntesis de sus alcances estéticos, que no por celebrada y reconocida en el último medio siglo ha visto erosionado su interés. El compositor cobró especial fama en vida tras su ingreso en 1672 en la compañía teatral de Molière, ya para entonces consolidada bajo la protección del rey Luis XIV, lo que le hizo ganar para siempre la enemistad de Jean-Baptiste Lully, su predecesor en el cargo (la inquina de Lully resultó determinante para que, por ejemplo, Charpentier perdiera su puesto de maestro de capilla del delfín real en 1679). Al servicio de Jean-Baptiste Poquelin y sus sucesores en la Comédie Française, el músico alumbró las partituras de comedias como El enfermo imaginario y El matrimonio forzado, que obtuvieron en su momento el aplauso del público francés y que no tardaron en integrarse en el repertorio del teatro universal, al mismo tiempo que conservaba, desde 1698, su puesto de maestro de capilla de la Sainte-Chapelle, función desde la que concibió sus numerosas piezas religiosas y cantatas. Como compositor destacó también en la ópera, con títulos como Les arts florissants (1673), Actéon (1690) y Medée (1693), que reforzaron la proyección del género dentro de las posibilidades barrocas si bien no gozaron particularmente del favor del público. Sin embargo, para valorar con la mayor justicia la influencia de Charpentier en su tiempo, conviene recordar sus años de aprendizaje en Roma, a donde partió en su juventud desde París para formarse como pintor (una vocación que parecía bien firme y que sin embargo no tardó en variar su rumbo), junto a Giacomo Carissimi, a quien siempre consideró su principal maestro. Aquel periodo hizo posible en la obra del compositor una confluencia de las tendencias francesas e italianas del Barroco, una fórmula especialmente presente en sus óperas aunque dignas de advertir, igualmente, tanto en su música escénica (para Molière y para Corneille, quien también reclamó sus servicios) como religiosa.

De hecho, sus primeras obras, compuestas ya en Roma, delatan una incorporación natural de los estilos y las formas italianas del mismo periodo. Charpentier mantuvo tal inclinación también a su regreso a París: antes de sus trabajos para la que a partir de 1680 se denominó Comedie Française, el músico fue contratado por Marie de Lorraine, duquesa de Guise, quien le puso al frente de su propio conjunto musical, uno de los más grandes de la época en Francia. Como maestro de la agrupación, en la que ejerció también de cantante como contratenor, Charpentier compuso siete obras dramáticas (entre ellas la meritoria La Descente d’Orphée aux Enfers) además de motetes y numerosas piezas litúrgicas en las que daba cuenta de su filiación respecto a los registros italianos, si bien, debido tanto a los requerimientos de la duquesa como de su público, encontró la manera de mantenerse fiel a la misma a la vez que transigía con la incorporación de elementos netamente franceses en la amalgama del espíritu barroco. En líneas generales, su reconocimiento como compositor en la Francia de su tiempo resultó, cuanto menos, discreto. Piezas escritas para la Sainte-Chapelle como los motetes, el oratorio Judicium Salomonis o la misa Assumpta es Maria le permitieron recabar la admiración de sus contemporáneos, pero lo cierto es que durante su vida apenas vio publicada su obra y sólo tras su muerte comenzaron a distribuirse algunas partituras de manera ocasional. Afortunadamente, sus manuscritos se conservaron intactos y en 1727 fueron adquiridos por la Biblioteca Real. El legado comprende unas quinientas obras de las que más de cuatrocientas son vocales y religiosas, con once misas, cuatro secuencias, 37 antífonas, 19 himnos, diez Magnificat, nueve Letanías de Loreto, 54 lecciones y responsorios de Tinieblas, cuatro Te Deum, 84 salmos y 207 motetes de distinto tipo, incluyendo los motetes dramáticos u oratorios. La preservación de tal corpus permitió durante el siglo XX la restitución de Charpentier como uno de los grandes referentes del Barroco.

La opción de Charpentier para el Concierto de Navidad en la Catedral a cargo de la Orquesta Filarmónica de Málaga tiene su razón de ser, principalmente, en la Messe de Minnuït pour Noël, compuesta en torno a 1694 y consagrada como la obra más popular del compositor tras el Te Deum H 146. La partitura se desarrolla en sus seis movimientos (Kyrie, Gloria, Credo, Offertoire, Sanctus y Agnus Dei) a partir de una decena de villancicos tradicionales franceses y demuestra la soltura de Charpentier en el estilo concertante, brillante y virtuoso. En cuanto a la materia vocal, el músico fijó un entramado armónico para ocho voces solistas que podían ser extraídas del coro y distribuidas a su vez en tres grupos, uno con dos sopranos y los dos restantes con altos, tenores y bajos. En la interacción de estas voces solistas con el coro y la orquesta se advierte aún una notoria huella del barroco italiano, aunque la obra se inscribe sin fisuras en la más reconocible tradición francesa. El conjunto instrumental, notablemente reducido en su acepción original (dos flautas, cuerdas y órgano), hace una contribución esencial a la acción musical en movimientos autónomos a la vez que se alterna con los diferentes grupos de las partes vocales. La gracia danzante y vivaz de la Messe, además de sus deliciosos matices sonoros, la convierten en un verdadero emblema del patrimonio sonoro del Barroco y en una inestimable carta de presentación de las aspiraciones francesas del periodo.

Sin embargo, la composición más conocida de Marc-Antoine Charpentier sigue siendo su Te Deum H 146, que completa el programa navideño de la Orquesta Filarmónica de Málaga. Las razones de la popularidad de la pieza trascienden, eso sí, lo meramente musical: su Preludio, en forma de rondó, fue escogida en 1954 como sintonía de la Unión Europea de Radiodifusión y sirve desde entonces de cabecera para los programas de televisión distribuidos a través de Eurovisión, incluido el celebérrimo festival de la canción, con lo que su melodía ha sido tarareada por distintas generaciones de europeos que no siempre han tenido en mente el nombre de Charpentier ante la pequeña pantalla. Compuesto en Re Mayor, tonalidad que su autor consideraba “brillante y muy marcial”, el más importante de los cuatro Te Deum que el músico incluyó en su catálogo vio la luz tras un largo y esmerado proceso de composición, desarrollado entre 1688 y 1698, la década durante la que Charpentier ejerció como maestro de capilla en la iglesia jesuita de Saint-Louis en París. De hecho, el maestro llegó a escribir seis arreglos distintos, de los que sólo se conservan cuatro, todos ellos para grupo de cinco solistas (dos sopranos, alto, tenor y bajo), coro y acompañamiento instrumental (cuerdas, dos flautas, dos oboes, dos trompetas, timbales y bajo continuo, a cargo de un órgano con apoyo de viola de gamba). Charpentier realizó la orquestación de acuerdo con la exégesis del texto en latín, por lo que, tras la interpretación del primer verso a cargo del bajo tras el Preludio, el coro predomina en la primera parte de la obra mientras que los solistas lo hacen en la segunda, alternándose ambas secciones en la tercera hasta la fuga a gran escala final. Desde la interpretación solista del bajo del Te Deum Laudamus, arropado por dos violines en una emocionante y a la vez ambiciosa resolución formal, hasta la reveladora alternancia del coro y los solistas en Fiat misericordia tua, el Te Deum H 146 de Charpentier supone una verdadera demostración de autoridad en la composición barroca, seguramente una de las partituras que con más fidelidad acertó a cristalizar y definir las líneas maestras de la música de su tiempo mucho más allá de su naturaleza litúrgica. Sin embargo, la pieza se mantuvo en el más triste olvido durante siglos hasta su redescubrimiento en 1953 a manos del musicólogo Carl de Nys, lo que hizo posible su primera grabación aquel mismo año a cargo del Coro de las Juventudes Musicales de Francia y la Orquesta de Cámara Pasdeloup. Hoy, el público malagueño puede disfrutar en plenitud de esta creación única en cuyas estrías se expresa un anhelo de fraternidad, encuentro y superación compartida, una identidad asentada en la capacidad común de transformación del mundo hacia las orillas más deseables. Un anhelo que Marc-Antoine Charpentier expresó con el mayor alcance a través de la música a finales del siglo XVII y que mantiene intacta su vigencia.

Pablo Bujalance