El largo tránsito del Romanticismo francés tiene su verso suelto definitivo en la figura del compositor Édouard Lalo (Lille, 1823 – París, 1892), de cuyo nacimiento se celebra en este 2023 un 200 aniversario cuya resonancia es, o debería ser, especialmente palpable en España. Según la mera arimética generacional, la obra de Lalo, nacido en el seno de una familia de militares que en su juventud se opuso frontalmente a sus deseos de ser músico, se integra en la segunda gran ‘oleada’ del Romanticismo francés, marcada por el preludio de lo que vendría a ser la estética nacionalista ya consolidada en el siglo XX. La evidencia artística, sin embargo, se reserva una lectura bien distinta: mientras el resto de compositores asignados a este movimiento indagaban en las raíces folklóricas de la misma Francia, Lalo exploraba las posibilidades sonoras de las tradiciones musicales de otros países, principalmente España. Del mismo modo, su intuición sinfónica no se detenía en el Hexágono, sino que atendía principalmente a Alemania, sobre todo a Schumann como inspirador decisivo. Con estos mimbres, el reconocimiento de Lalo como gran compositor de su tiempo entrañó una cuestión problemática: su trayectoria no empezó propiamente, al menos de cara al gran público, hasta 1873 con el estreno de su ‘Concierto para violín’, después de algunas partituras de cámara, alguna ópera malograda y un par de sinfonías que, aparentemente, el mismo Lalo descartó por su presunta mala calidad. Algunos testimonios le atribuyen un carácter huraño o resentido, si bien, de cualquier forma, la escasa o nula relación que mantuvo con otros compositores franceses contemporáneos es un asunto demostrado. Que Lalo llegara tarde a la composición se debió también, no obstante, a su esmerada y prolongada formación como violinista, en la que contó con maestros como François-Antoine Habeneck, primer divulgador en Francia de la obra orquestal del Beethoven y responsable, en gran medida, de la querencia germánica de Lalo. Pero fue esta obsesión por el virtuosismo la que marcó a fuego su obra, en una ambición que, como veremos, trascendió el violín y cambió de manera honda (y, si se quiere, filosófica) la relación tradicional entre el ‘tutti’ y los instrumentos solistas. Desde esta posición un tanto marginal, Lalo representa sin embargo el más necesario carpetazo al aura romántica y anticipa, del mismo modo, las líneas maestras del mejor sinfonismo del siglo XX, ya sea dentro o fuera de la influencia nacionalista.

De esta querencia española da buena cuenta la ‘Sinfonía española’ de Lalo, estrenada en París en 1874 (con la participación del maestro Sarasate como solista) y concebida en realidad como un concierto para violín y orquesta articulado en cinco movimientos, en virtud de una decisión aún plenamente romántica. El díptico que conforman esta pieza y el ‘Concierto para violín’ estrenado el año anterior constituye la más reveladora aportación de Lalo a las posibilidades virtuosas del instrumento: el compositor se había dejado embriagar por la misma mezcla de exotismo y orientalismo que habían seducido a Bizet para su ‘Carmen’, estrenada el mismo año, pero su conclusión se nos revela hoy más rigurosa, si cabe, en el aprovechamiento de los registros armónicos que ofrecía el folklore español. Es muy posible que Lalo se sintiera legitimado al hilo de una descendencia española nunca bien aclarada (su apellido materno, Wacqez, invita desde luego a considerarlo, pero aquí acaban todas las evidencias: al cabo, Lalo nunca estuvo en España), pero en todo caso la conexión hizo las delicias del público parisino del momento, dispuesto a dejarse conquistar por el mismo embrujo (Lalo, por cierto, sí mantuvo una estrecha amistad con Delacroix y otros pintores que hicieron bandera del orientalismo a través de la leyenda española; una influencia mutua en este sentido no es en absoluto descartable, de nuevo, tal vez, en anticipación a los postulados impresionistas). Eso sí, nuestro hombre visitó otras latitudes en obras como la ‘Fantasía noruega’ (1878), la ‘Rapsodia noruega’ (1879) o el ‘Concierto ruso’ (1879), aunque sin tanto éxito. Dejada a un lado la influencia española, otras obras que gozaron del reconocimiento de su tiempo, aunque de manera un tanto desigual, fueron su ópera ‘Le roi d’Ys’ (compuesta en 1875 y no estrenada hasta 1888, cuando obtuvo una entusiasta respuesta del público); el ballet ‘Namouna’ (que pasó sin pena ni gloria tras su estreno en la Ópera de París en 1882, aunque ganó la admiración confesa de compositores más jóvenes como Debussy y Fauré); y las dos obras que aquí nos ocupan: el ‘Concierto para Violonchelo y Orquesta en re menor’ (1877) y la ‘Sinfonía en sol menor’ (1887) que la Orquesta Filarmónica de Málaga interpretará por primera vez en este concierto.

El ‘Concierto para Violonchelo y Orquesta en re menor’ responde, de entrada, a los criterios sostenidos por lo general para la asimilación romántica del género, ampliamente contaminada de sinfonismo y con definiciones estructurales menos rígidas. Por otra parte, la consideración solista del violonchelo resultaba todavía extraordinaria, de modo que la propuesta de Lalo no sólo merece ser considerada como bien resuelta, sino como definitivamente pionera en la apertura de una senda estética después transitada por Dvorak, Elgar y otros compositores más reconocidos. Aun desde el inevitable marco de oposición, el modo en que Lalo ofrece una perspectiva de las cualidades tímbricas de la orquesta desde el cuerpo sonoro del instrumento solista puede entenderse como una innovación de alcance revelador. El maestro aplica al violonchelo exactamente la misma ambición virtuosa que como intérprete había reconocido al violín, en un alarde técnico que permitió expandir de hecho la imaginería sonora habitualmente asociada al instrumento. Reivindicada esta partitura como una obra de calidad especialmente satisfactoria para los solistas, conviene reconocer el mismo grado de plenitud en los oyentes.

El ’Concierto’ se inaugura con una introducción lenta, muy del estilo del compositor, que contrasta pronto con el impetuoso tema principal, en un juego que volverá a desarrollarse en el último movimiento de la pieza. Ya aquí, en el eficaz compás de 12/8 y con precisas indicaciones ‘ad libitum’, el violonchelo emprende un luminoso diálogo con la orquesta a pesar de la brevedad de la introducción. Sin romper el carácter lento, los continuos ‘crescendo’ y ‘ritardando’ conforman un caudal lúdico salpicado de medidas irregulares. La sección principal se desarrolla principalmente desde el tema central del violonchelo, expuesto durante 31 compases con una calidad expresiva arrolladora hasta el ‘dolcissimo espressivo’ del segundo tema, concebido casi como una disolución formal del anterior. La orquesta asume aquí una función mucho más discreta en pro del protagonismo absoluto del violonchelo, vertido en un trazado melódico conmovedor hasta el máximo aprovechamiento tonal. Tras la recuperación del tema principal, el ‘Andante’ conduce a un nuevo caudal dialogante, recobrado el vigor orquestal, que encuentra su culminación en un ‘Allegro’ ligado hasta el final a bordo de un ‘crescendo’ sutil y, de nuevo, de poderosas trazas expresivas.

Aunque no gozó en su tiempo de la misma acogida de la ‘Sinfonía española’, la ‘Sinfonía en sol menor’ es habitualmente considerada hoy el mejor testimonio de la labor compositiva de Édouard Lalo, su partitura más perfecta y su más logrado escaparate de hallazgos armónicos de gran calado; acaso, la más clarificadora explicación de cómo entendía Lalo el Romanticismo. También es la más representativa de su particular estética, al aunar elementos propios del sinfonismo alemán y pasajes inspirados en danzas españolas. Dedicada al director Charles Lamoreux, quien la estrenó el 7 de febrero de 1887, constituye uno de los hitos del sinfonismo romántico muy al abrigo de Schumann, pero con suficientes aportaciones propias para reconocer la maestría de Lalo.

El primer movimiento empieza de manera suave con el ‘Andante’, altamente solemne, que conduce al ‘Allegro non troppo’ articulado a su vez en dos temas bien reconocibles: el primero, vinculado aún a efectos tonales con el primero, presenta una poderosa connotación dramática, casi tormentosa, mientras que el segundo se resuelve en un lirismo contrastado y sin embargo de notable coherencia tímbrica. El movimiento, eso sí, se desarrolla en virtud del contraste entre ambos temas, en un regusto concertante que anticipa ya algunos de los matices armónicos de evocación española que alcanzarán más tarde rango protagonista. El ‘Vivace’ se corresponde con un ‘scherzo’ cuya orquestación ligera contrasta a su vez con la influencia alemana del primer movimiento. La influencia española se hace aquí más notoria, especialmente en el ‘trío’, poderosamente expresivo, que da paso a una reelaboración del primer tema hasta una coda de fabulosas resonancias íberas. El ‘Adagio’ del tercer movimiento, especialmente deudor de Schumann, recupera la esencia germánica en frases descendentes que, de nuevo, apuran las posibilidades expresivas de la tonalidad en una tensión creciente, salpicada de precisos apuntes rítmicos hasta una coda de placidez contrastada. Es en el ‘Allegro’ final donde la evocación de las danzas españolas surte sus más felices efectos, en un desarrollo rítmico esmerado y preciso, con afortunadas contraposiciones contrapuntísticas. La coda refuerza aún más el regusto español de la obra, en un despliegue armónico cargado de intenciones, hasta un final que vuelve a apostarse en las dimensiones tonales menos luminosas. Escuchada hoy, cabe considerar la altura de la apuesta que hizo Édouard Lalo con su ‘Sinfonía en sol menor’, un crisol sonoro que corría el riesgo de desembocar en una mescolanza baldía pero que resulta de una coherencia elevada en virtud de sus reconocibles rasgos expresivos. Mientras el Romanticismo musical francés parecía conformarse con cauces estéticos cada vez más delimitados, Lalo comprendió, con una fidelidad seguramente más veraz al canon, que el rigor formal no estaba reñido con la audacia sinfónica; que si la sinfonía entraña la construcción de un mundo, al compositor le es posible armonizar mundos aparentemente distantes en uno solo. El tiempo, muy a pesar de las derivas históricas y artísticas menos nobles del siglo XX, le dio la razón.

La influencia alemana de Lalo se hace notar especialmente en sus ‘lieder’, por razones evidentes, así como en su citada ópera ‘Le roy d’Is’, inspirada en una leyenda bretona y cuya deuda con Wagner es notoria, aunque vale la pena reseñar cómo entendía Lalo sus influencias: presentada originalmente en 1875, la obra fue rechazada al ser considerada imposible de interpretar. Empezó entonces un proceso de reescritura que se prolongó durante trece años hasta el multitudinario estreno parisino de 1888. No es descartable que Lalo quisiese plantarle un órdago a Wagner, lo que, de nuevo, demuestra hasta qué punto tenemos ante nosotros a un compositor dispuesto a arriesgar para salir adelante. Pero, independientemente de sus hipotéticas raíces ibéricas, Édouard Lalo merece un lugar de honor en el parnaso de la cultura española por el modo en que hizo brillar sus señas sonoras de identidad en un contexto sinfónico mucho más amplio, un envite, éste sí, que nos permite explorar la influencia española en la música francesa sin tener que atender a los arquetipos folklóricos que el paso del tiempo ha reducido a clichés. Que, en el ambiente de su época, Lalo pagase un precio elevado por su negativa a seguir la corriente musical mayoritaria, lo expresó el propio compositor con esta frase lapidaria: “Mi vaso es pequeño, pero yo al menos bebo de mi vaso”. El compositor quedó fuera del reconocimiento merecido en vida por hacer uso de su más radical libertad creativa en pleno Romanticismo, lo que desde luego forma parte de la paradoja más explícita. Víctima de la enfermedad, sus últimos años se mantuvieron en una deriva de escasa productividad y mayor silencio hasta su muerte. Pero su reivindicación nos brinda hoy una ocasión artística e histórica para la celebración de su música.

Pablo Bujalance